domingo, 22 de noviembre de 2009

En el Metro

EN EL METRO

por Alex Gómez

Ahora, sentado en el vagón, me doy cuenta de que no ha sido buena idea usar el metro esta mañana.


El hombre que está sentado delante de mí, tiene cerca de cincuenta años. Lleva puesta una gorra negra y una cazadora de aviador con piel vuelta. Como la mayoría de los ocupantes del vagón porta una pequeña mochila. Lo suficientemente pequeña para no retrasarle en su huída y lo suficientemente grande para llevar sus objetos más valiosos. Probablemente joyas y el dinero que haya podido reunir.



Está solo, al menos en los veinte minutos que llevamos de trayecto, no ha hablado con nadie. Está abrazado a la pequeña mochila amarilla. Creo que se está quedando dormido, ya que ha ido reclinando su cabeza lentamente hacia atrás.

Hace un calor infernal. El convoy se ha detenido entre dos estaciones. Por megafonía, el conductor del convoy ha anunciado lacónicamente que el motivo de la parada es debido a un problema técnico y habrá que esperar unos minutos.



Sin embargo, con el vagón atestado y sin recirculación de aire, la espera se está haciendo eterna.



El pánico a la infección ha terminado de cundir entre la población. A pesar de los esfuerzos del gobierno por ocultarlo, la realidad tiene la insana costumbre de hacerse patente, tarde o temprano.



Comenzó hace unas semanas. Al principio sólo eran rumores, noticias aisladas en internet y programas sensacionalistas, pero se ha convertido en una pandemia de proporciones desconocidas.


La infección, el temor irracional codificado en nuestros genes a los muertos vivientes, ha resultado ser una horrosa e implacable realidad.



Quién sabe si su origen está en el principio de los tiempos o en un perdido laboratorio. La realidad es que se ha extendido por todo el planeta. Alimentadose de la masificación en las grandes ciudades y de la facilidad para desplazarnos de un extremo al otro del mundo. Trasladando así la enfermedad.



Las noticias de muertos vivientes eran tan inverosímiles, que en un principio yo mismo no las creí. Hasta que, hace apenas unos días, pude ver con mis propios ojos como una mujer atacaba a mordiscos a los clientes de un supermercado. Y como, posteriormente, una de sus víctimas, moría y se reanimaba ante nuestros ojos. El ejército llegó poco después, acabando con la mujer y con los afectados por sus mordeduras.



Pero los incidentes se multiplicaron por toda la ciudad, por todo el país quizá, de tal manera que la situación se ha escapado a cualquier control.


En los últimos días, la presencia de las fuerzas de seguridad se ha quedado reducida a los lugares estratégicos, como hospitales, grandes superficies o las estaciones de ferrocarril y metro. Y por supuesto el aeropuerto, a donde me dirijo.


Al encender la radio a primera hora de la mañana, informaron de que las autopistas para salir de la ciudad se han colapsado esta noche. En todos los medios de comunicación aconsejaban quedarse en casa a la espera de que la situación se normalice. Pero tengo la convicción de que, sea lo que sea lo que esté pasando, no hará más que empeorar. Por ello, decidí coger el metro hasta el aeropuerto y escapar de Madrid.



Vuelvo a fijar mi atención en el hombre sentado enfrente de mí. Su cabeza sigue reclinada y su gorra no me deja ver sus ojos. Me concentro en su garganta, en su pecho; cuento en mi interior los segundos que transcurren entre cada inspiración y expiración.




Es posible que el hombre de la gorra esté profundamente dormido, pero cada vez transcurren más segundos entre cada una de sus exhalaciones.



Recorro detalladamente con la vista las ropas del hombre. Mis temores se confirman cuando descubro, horrorizado, como un pequeño hilo de sangre, parcialmente coagulada, está resbalando lentamente por la bota del hombre. Probablemente, debajo de su pantalón, hay un vendaje que oculta una herida. Una herida oculta sólo indica una cosa, un mordisco.




Puedo ver a través de la ventanilla la lejana claridad que indica la salida del túnel, la estación del aeropuerto está cerca. Una vez que la máquina se ponga de nuevo en marcha tardaremos muy poco en llegar.

La garganta del hombre de la gorra ya está inmóvil y creo distinguir como ha adquirido un color ligeramente azulado.



Me fijo en la mujer joven que está sentada a la derecha del hombre de la gorra. Se encuentra demasiado ocupada intentando calmar el llanto desconsolado de su bebé, como para caer en la cuenta de que el viajero de su lado ha dejado ya de respirar.



Por unos segundos dudo si avisarla, llegando a elevar la mano y carraspear, humedeciendo mi garganta seca por el pánico. Pero recapacito. Casi no tengo espacio para moverme y el ruido en el vagón hace imposible poder avisarla sin gritar. Y eso, evidentemente, alertaría a todo el pasaje. ¿Y luego, qué? ¿pánico generalizado? ¿una avalancha?.


No, rectifico y decido no avisar. Bajo la cabeza avergonzado ante mi mismo por mi cobardía,
pero pronto podremos salir. Rezo para que el hombre de la gorra se mantenga muerto unos minutos más. Cuando salgamos avisaré a los guardias, ellos sabrán que hacer con él.



No soporto la tensión de la espera. Me levanto de mi asiento deseando llegar a las puertas para ser el primero en abandonar este horno. Empujo a un señor cargado con una pesada maleta de piel y consigo hacerme un hueco hasta la puerta. Ya falta poco, pronto estaré a salvo.


Por fin, la megafonía del vagón se activa con su chasquido característico. Me muerdo el labio inferior y aprieto con fuerza los puños mientras espero oír que el problema técnico se ha solucionado y que pronto llegaremos a la próxima estación.



En vez de eso, sólo unos largos segundos de silencio. El vagón entero parece haberse congelado en el tiempo, ni un sonido, ni un murmullo, hasta el bebé ha dejado de llorar. Tengo la sensación de que los viajeros del vagón llevamos congelados en el tiempo y en la misma postura, muchos miles de años, como un vetusto bosque de árboles pétreos. Pero un farfulleo gutural, ronco y brusco surge de la megafonía en el lugar de la voz del maquinista, sacándonos del trance.


Antes incluso de asimilar que el conductor del tren ha dejado de ser humano, mi mirada incrédula se cruza con la del hombre de la pesada maleta de piel, como buscando un compañero con el que confirmar el horror que estoy sintiendo. Y ambos, a coro, comenzamos a gritar y a retorcernos buscando una desesperada salida del vagón.


A través del reflejo en la ventanilla, un último vistazo al hombre de la gorra. Su garganta y cara ya son de un color totalmente azul y están surcadas de las mismas gruesas venas color cían, que recuerdo adornaban la piel de aquella mujer del supermercado.


Mis temores se confirman y sus manos comienzan a temblar, seguidas por sus piernas y su cabeza. De su nariz, ojos y oídos rezuma un líquido negruzco y viscoso. Puedo ver como sus dedos se tensan y agarrotan, a la vez que su mandíbula se desencaja en un gesto pavoroso.


La mujer del bebé ya se ha dado cuenta de que el averno está despertando a su vera, al igual que los viajeros más cercanos a ellos. Provocando, como había intuido, un intento generalizado de alejarse del infectado. Aprisionándome todavía más contra la puerta del vagón.



Casi no puedo respirar ni moverme. Intento introducir mis dedos entre la rendija que existe entre las puertas automáticas del vagón. Otros viajeros se me unen en el fútil intento por vencer el mecanismo y abrir las puertas.


A mi espalda, un bufido cavernoso y atávico me congela el espinazo. El hombre de la gorra ya se ha abalanzado sobre algún pasajero, tan cerca de mí, que puedo sentir el crujido que producen sus dientes al rasgar la piel y tronzar los músculos de su víctima. El olor de la sangre chispea en mi nariz.


Me invade una desasosegante sensación de alivio al saber que el hombre de la gorra estará entretenido unos segundos. Quizá los suficientes.



Alguien tiene la serenidad suficiente para activar el mecanismo de emergencia y las puertas se abren. Mi vista aún no se ha acostumbrado a la oscuridad y tengo la certeza de estar cayendo a un pozo sin fondo, pero nada enturbia mi entusiasmo por haber salido del vagón.

Decenas de personas caen en cascada a la vía detrás de mí, formando una pequeña pirámide humana. La presión de la multitud me ha catapultado lo suficientemente lejos para salvarme de morir aplastado. Caigo sobre un suelo pedregoso y cubierto de una gruesa capa de hollín. Me incorporo y percibo lamentos del resto de viajeros. Algunos se han fracturado huesos y suplican auxilio desde el suelo. Otros emiten maldiciones y gemidos pero se ponen en pie como resortes accionados por el pánico. Casi todos se afanan en poner tierra de por medio en las dos únicas direcciones posibles.



La mayoría huye hacia la lejana claridad de la estación de Barajas. Pero otros, los menos sin duda, corren en la dirección opuesta, hacia el interior de la galería. Se adentran en la más profunda negrura sin mirar atrás. Quizá ellos son conscientes de algo que los demás ignoramos.

Una vez en pie, me tomo una fracción de segundo. Me vuelvo y observo como el vagón que hasta hace unos segundos era mi salvación se ha convertido en el mísmisimo infierno. A través de la puerta desde la que he caído, puedo ver como el hombre de la gorra se está dando un festín con las entrañas de la mujer del bebé.



La sangre baña el suelo del vagón y el hombre de la gorra, arrodillado, trocea con sus manos y dientes pedazos de la joven. Mastica ávido jirones de carne mientras mira a su alrededor buscando sin duda su próxima presa. Observo la escena como si me encontrase en un cine un domingo por la tarde. El iluminado vagón ejerce a modo de pantalla mientras, en mi delirio, opino que tanto el hombre de la gorra como la mujer están interpretando un gran papel.



No hay rastro del bebé, espero que algún alma caritativa se lo haya llevado consigo para ponerlo a salvo, pero intuyo que es poco probable.

Un hombre tropieza conmigo en su carrera por dejar atrás este horror y le sigo sin pensar. Al fondo, la claridad, la estación del Aeropuerto.


Mis piernas han decidido tomar la iniciativa y se mueven a una velocidad inaudita, pronto adelanto a los viajeros que me llevaban ventaja y me sitúo en cabeza de esta huida en la tiniebla.


La claridad del final del túnel se hace poco a poco más y más grande. Mis ojos, que ya se han acostumbrado a la oscuridad, se quejan por el nuevo cambio.



Gritos de terror me persiguen y rebotan en las paredes del túnel. Tengo la certeza de que el hombre de la gorra ya ha salido fuera de tren y de que no está solo. No paro de correr.

La cada vez más cercana claridad de la estación me deslumbra, pero acierto a distinguir en el andén de Barajas a varias personas. Estoy agotado pero aún así no paro de gritar, pidiendo su ayuda, llamo como puedo su atención.



A pesar de la molesta luminosidad puedo ver que están uniformadas. La sensación de seguridad que ello me da, me hace bajar la guardia y por un momento casi me detengo. Pero, la visión del hombre de la gorra masticando carne humana vuelve a mí mente y acelero nuevamente, más rápido aún si cabe.

Los militares de la estación se han percatado de nuestra presencia y se dirigen hacia nosotros. En los últimos metros de carrera intento articular algún tipo de explicación sobre lo ocurrido pero tan solo tengo fuerzas para caer extenuado a pocos metros del primero de ellos.



Puedo ver como este acelera el paso y se me acerca extendiendo sus brazos. Feliz por sentirme a salvo al fin, levanto la vista e intento recibir con una sonrisa a mi salvador. Hasta que con horror, acierto a distinguir en su azulado rostro unas gruesas venas de color cián.



Definitivamente, no ha sido una buena idea coger el Metro esta mañana.

Publicación de Declaración de un Superviviente

Después de dos años de finalizado Declaración de un Superviviente una sorpresa !!!!. Me confirman de la editorial Dolmen que Declaración de un Superviviente y su relato hermano En el Metro, han sido seleccionados para la edición del libro Antología Z de dicha Editorial.

Desde aquí este humilde escritor aficionado les agradece el detalle de haber contado conmigo.

Web Editorial Dolmen

Web donde discurren los acotencimientos relativos a la publicación del libro Antología Z.

Somos Leyenda

lunes, 20 de agosto de 2007

EPÍLOGO

EPÍLOGO



Continuación de la comparecencia del superviviente 95.628

Se transcribe:

(funcionario) Me ha contado el “incidente” con aquellos isleños, ¿que ocurrió con el resto de los habitantes?


Las cosas como le dije no eran, ni mucho menos, como nos habíamos imaginado.


Muchos de los que habitaban Ons al principio de la infección, la habían abandonado por diversos motivos. Muchos en busca de familiares, otros, prefirieron alojarse en el punto seguro de Vigo.

Los que quedaban, en total unos veinte habitantes, estaban enfrentados entre sí. La escasez de recursos había hecho mella en la buena convivencia. Y según nos contaron posteriormente, el que nos disparó con el rifle era el dueño del mejor negocio de hostelería de la aldea. Junto con su hermano, su mujer y su hijo se había impuesto por la fuerza a los demás habitantes, poseían el único generador de electricidad y solo lo compartían a cambio de abusivas prebendas. De ahí, su interés porque nadie más se uniese a la comunidad, la cual, ya tenían controlada… En fin, digamos que los restantes isleños no se molestaron demasiado cuando descubrieron lo que habíamos hecho con sus vecinos.


Ocupamos algunas de las casas vacías y nos esforzamos en mantener una buena relación con los demás habitantes. A pesar de eso, a todos nos costó mucho, en un principio, adaptarnos a la vida en la isla. A la alegría por sentirnos por fin a salvo de la infección le siguió el desánimo, sabíamos que no podríamos salir de allí en mucho, mucho tiempo.


(funcionario) ¿Cómo subsistieron estos años?


Creamos, entre todos, una pequeña comunidad bastante bien abastecida dadas las circunstancias. Nos adaptamos como pudimos a la vida en la isla, pronto, se repartieron los roles según las aptitudes de cada uno. Unos obtenían comida de las aves marinas y de sus huevos. Otros, prepararon pequeños huertos, y casi todos explotábamos la abundante pesca. El agua dulce no fue un problema, gracias a las frecuentes lluvias y que la isla cuenta con abundantes acuíferos y pozos.


Supongo que no han sido unos años cómodos para ningún superviviente, pero nos las arreglamos para aguantar estos doce años.


(funcionario) ¿Han tenido contacto con otros supervivientes?


En los meses posteriores, algunos barcos pasaron cerca de las islas. La mayoría siguieron su camino, otros, al ver signos de vida pararon en Ons. Algunos se nos unieron y otros siguieron su hacia el sur en busca de su propio lugar seguro.


Recuerdo que aproximadamente un año después de nuestra llegada, una mañana escuchamos a lo lejos el sonido inconfundible de un helicóptero. Nos reunimos todos los vecinos muy excitados, saltando y haciendo señas al aparato. Venía del interior de la Ría de Vigo y creo que ni nos vieron. De su panza colgaba un red con muchos bidones de combustible y fue tanta la decepción cuando se fue, como la alegría que sentimos cuando lo escuchamos.


Descubrimos meses después que en el archipiélago de Cíes, muy cercano a nuestra isla, había también supervivientes y establecimos relaciones con ellos. Nos contaron lo ocurrido en Vigo, de cómo se había convertido en una ratonera para los que habían acudido al punto seguro. La mayoría de ellos habían escapado de la infección en los primeros días, al igual que nosotros. Creo que los puntos seguros se convirtieron en inmensos restaurantes para los podridos.


Nos ayudamos mutuamente en multitud de ocasiones y cuando reunimos el valor suficiente, juntos, organizamos expediciones a la costa, en la búsqueda de materiales, medicinas y combustibles. Muchos murieron en aquellas expediciones, tan arriesgadas como necesarias, entre ellos, mi hijo Enrique….


(funcionario) Vaya lo siento no tenía idea ¿Cómo fue su rescate”?


Hace cinco meses llegó el primer barco con la nueva bandera, una bandera desconocida para nosotros. Pero sus tripulantes, nos explicaron que era la bandera del nuevo gobierno. Ellos nos contaron como se había vencido a la infección. Nos informaron de que la población mundial había quedado reducida a unos escasos cientos de miles habitantes, pero que todavía quedaba esperanza.


Supimos que los años en los que estuvimos aislados en la isla, fueron años de lucha sin cuartel contra los podridos. Que no quedaba ninguno de los países que anteriormente conocíamos y la sociedad había cambiado drásticamente. Pero la humanidad había vencido, y poco a poco, se reconstruía una nueva sociedad.


Los tripulantes del buque nos contaron de que su misión era la de buscar supervivientes. Sé, que han encontrado gente en los lugares más insospechados y con las historias más escalofriantes. Historias que hacen que dé gracias a dios por haber tenido la idea de refugiarme en un barco con lo que quedaba de mi familia.


Llegar a Ons, mi hogar, fue un milagro. Allí es donde hoy mis nietos hoy pueden corretear por sus playas y a allí es donde volveré para vivir hasta el fin de mis días.


Pero antes, he venido a la nueva capital, como representante de nuestro grupo de supervivientes, para dejar testimonio de nuestro periplo. Es nuestro deseo que las futuras generaciones sepan como conseguimos sobrevivir y como ….empezamos a vivir…


(funcionario) Creo que esto es todo, pronto podrá regresar a su hogar. Su declaración nos ha sido de mucha ayuda. Gracias por su colaboración.


Conste y certifico.

En Tenerife 04/04/0012

lunes, 6 de agosto de 2007

12ª PARTE

12º PARTE



Continuación de la comparecencia del superviviente 95.628

Se transcribe:

(funcionario) ¿Qué ocurrió tras la muerte de Jorge?

Debo reconocer que cundió el desánimo.

Aislados, a dos millas de una costa plagada de no muertos, nuestras ya exiguas reservas de combustible y víveres nos obligó a tomar una decisión desesperada…

Juan José se reunió conmigo en el velero la noche del tiroteo. Ordené a mis hijos acostarse en su camarote, para poder hablar tranquilamente con él. Analizamos nuestras posibilidades, conversamos durante horas para llegar a la conclusión de que todo se reducía a una fría ecuación, eran ellos o nosotros.


De madrugada, me despedí con un beso de mis hijos mientras dormían y me dispuse a luchar por un lugar seguro para ellos.


El invierno nos había dado una tregua aquella noche y fondeada en la desesperación, nuestra pequeña flota se mecía tranquila a cincuenta metros de la isla. Antes de sumergirme, me fijé en el barco de Amador, un hilo de luz salía por el ojo de buey del camarote dormitorio, se que en otras circunstancias nos habría acompañado sin dudarlo, pero... esta vez no.


Mientras nos acercábamos nadando a la costa, oteamos el muelle y el pueblo, intentando descubrir algún isleño vigilante. Pero todo estaba aparentemente tranquilo. Subimos por la playa, e intentamos acceder al muelle por la parte más cercana a la isla. No había luna, pero se veía lo suficiente como para distinguir en las sombras a dos engendros en lo alto de las dunas. Sabía que estaban atados, pero aún así, desenfundé el cuchillo de buceo que por única arma, colgaba de mi cinturón.


Yo subí el primero a lo alto del muelle. Mientras ayudaba a Juan José, pude ver un fogonazo a mi izquierda, luego el ruido, después la quemazón en mi hombro y cadera.


Un muchacho, al que no habíamos visto, montaba guardia en el muelle detrás de una pila de cajas de pescado. Se había puesto nervioso al vernos y nos disparó con una escopeta de caza de cañones superpuestos. Un arma muy efectiva a corta distancia, pero se había apresurado. Estábamos demasiado lejos y los perdigones se habían dispersado, aún así, me alcanzó con dos. El dolor hizo que soltara a mi compañero, el cual cayó de nuevo a la arena y que se despertase en mí una bestia dolorida.


Me lancé en una carrera homicida hacia aquel crío. En pocos segundos pasaron por mi mente los traumáticos hechos recientes. Mi mujer, mis padres, de los que no sabía absolutamente nada, la infección, mis compañeros asesinados, mis hijos … todo se revolvió en mi cabeza envenenándome la mente.


Recuerdo la cara de pánico de aquel chaval viéndome correr hacia él con un puñal en la mano, recuerdo como intentaba recargar el arma y como el temblor de sus manos le impedía acertar a introducir otro cartucho en la recámara.


Cuando estaba a pocos metros, soltó la escopeta y salió corriendo en la dirección contraria. Pero yo llevaba la ventaja de la inercia y le alcancé rápidamente, de un golpe lo tiré al suelo y casi con el mismo gesto, me dejé caer sobre él sosteniendo el cuchillo con ambas manos. Creo que lo maté en el primer envite, sentí el crujir sordo de su esternón cuando hundí el acero en su cuerpo. Volví a apuñalarlo tres o cuatro veces más.


Cuando recuperé la razón, estaba empapado en la sangre de un crío de dieciocho años y Juan José se encontraba de pie a mi lado. Jadeante, puso su mano en mi hombro y retiró el cuchillo de entre mis manos. Recogió la escopeta y la canana con los cartuchos. Escuchamos gritos provenientes del interior de la isla y luces de linternas intentaban enfocar el muelle. Juanjo me arrastró hasta debajo de unos aparejos de pesca cercanos al cadáver del chaval, donde nos ocultamos.


Pronto, llegaron dos hombres con linternas y una mujer. Uno de ellos portaba un rifle de caza con mira telescópica. Cuando lo vi, supe que había sido el que nos había recibido tan amistosamente el día anterior. Juan José y yo escondidos a pocos metros, pudimos escuchar sus lamentos y vimos como la mujer se arrodillaba abrazando al chaval, lloraba y maldecía en gallego.


Sentí como la culpa se apoderaba de mi mente, apenas pude aguantar la tensión del momento, pero Juan José dándose cuenta, me agarró de los hombros con una firmeza reconfortante y me dijo al oído "espera" Y esperamos.... unos minutos, pero nadie más se acercó al muelle, solo ellos tres, con sus maldiciones y gritos. El hombre del rifle en un arrebato de ira, gritó "FILLOS DE PUTA" elevando a continuación su arma y abriendo fuego contran nuestros barcos fondeados.


En ese momento, me quedé petrificado por la posibilidad de que aquel disparo errático hubiese acabado con la vida de alguno de mis hijos, pero Juan José no. Aprovechó la circunstancia de que el rifle era de acerrojamiento manual y mientras el tipo recargaba su arma salió de su escondite con la escopeta por delante. Los tres isleños se quedaron estupefactos. Su rostro reflejaba el enfado consigo mismos por haberse dejado atrapar tan fácilmente.


Pero Juan José no tenía pensado hacer prisioneros. Sin mediar palabra disparó primero contra el que portaba el rifle. Luego, implacable, ejecutó al otro. La mujer, gritaba mientras Juanjo la miraba fríamente y extraía de la canana otros dos cartuchos. No sé si mi compañero hubiese abierto fuego también contra ella, pero la mujer no nos dió la oportunidad de comprobarlo al arrojarse al mar para no salir nunca más.

(funcionario) Se nos acabó el tiempo …hasta mañana

hasta mañana.


Conste y certifico.

En Tenerife 03/04/0012

lunes, 30 de julio de 2007

11ª PARTE

11º PARTE

Se transcribe:

(funcionario): ¿Qué sucedió en el muelle ?

Nos acercamos a la punta del muelle en el bote auxiliar, Amoedo con su “machada” y Juan José con su nueve milímetros, fueron los primeros en poner pie en tierra preparándose para recibir a los primeros fétidos.

Los demás, nos afanamos en descargar del bote las latas de gasolina y el material apropiado para la pequeña emboscada que habíamos planeado. Recuerdo que atravesamos en el muelle un par de barcas de madera con pinta de llevar abandonadas en dique seco una buena temporada, remos, aparejos de pesca…. Cuando bajé del bote, tenía tanto miedo, que como un autómata me concentré en la tarea que me había sido asignada. Sin levantar la vista, como quién camina por una cornisa y no quiere ver el vacío a sus pies, yo no quería ver acercarse por aquel pasillo de piedra a medio centenar de podridos.

Pero no ocurrió, no fue eso lo que sucedió…

Cuando llevaba unos minutos concentrado en levantar la barricada, me di cuenta de que no escuchaba disparos, ni el sonido característico del arrastrar de pies de los podridos, ni sus gemidos, ni sus dentelladas. Nada. Levanté la vista para ver a Juan José y a Amoedo al otro lado de la barricada, quienes seguían preparados para el combate a muerte por su supervivencia. Pero los dos podridos, en el otro extremo del muelle, no se acercaban.

Nos miraban furiosos en la distancia, alargando sus brazos y arañando el aire, gemían con más fuerza que nunca y se retorcían... pero no se acercaban. Nos miramos unos a los otros sin saber muy bien que hacer, nuestro plan se basaba en las ganas de merendarnos que tendrían esos engendros, pero por alguna razón no se dignaban a avanzar.

Jorge, el hijo de Amoedo, se empleaba a fondo conmigo en la construcción de la barricada, cuando, como yo, cayó en la cuenta de que los fétidos no avanzaban. Se dirigió a Juan José y ungido con la autoridad de ser el ideólogo de la emboscada, ordenó: “Dispara a esos dos” señalando con el dedo a los que más cerca de nuestra posición se encontraban. Juan José, obediente, los abatió de un certero disparo en la cabeza.

Volvimos a esperar… con el ruido, era seguro que atraeríamos a los de las playas y a otros muchos del interior de la isla. Pero no ocurrió nada.

Los fétidos de las playas estaban lejos, pero se comportaban exactamente igual que los dos recién abatidos, tampoco se acercaban. Mientras los observaba, intentando descifrar el misterio, Jorge salió corriendo.

Saltó por encima de la barricada, pasando a continuación como un rayo entre Amoedo y Juan José. Siguió corriendo mientras su padre lanzaba un grito ahogado de protesta intentaba detenerlo. Pero Jorge ya le llevaba mucha ventaja y en pocos segundos recorrió todo el largo del muelle, hasta llegar a los cadáveres de los dos podridos que acababa de abatir Juan José.
Al llegar, Jorge se giró sobre sus talones y gritó alertado:
“¡MIERDA, ESTÁN ATADOS!”


Los demás, nos miramos asombrados, ¿atados? ¿cómo era posible? Aún no habíamos salido de nuestro asombro ante lo que acabábamos de escuchar cuando un estampido, inconfundiblemente proveniente de un disparo, nos devolvió a la realidad. Movidos por un acto reflejo, todos nos agachamos, todos… excepto Jorge.

(funcionario): ¿Qué le pasó?


Jorge cayó muerto. El proyectil le entró por la nuca y su boca estalló en una cascada de sangre delante de nuestras narices.

Amoedo, desesperado, gritaba e intentaba llegar hasta su hijo. Pero, desde el interior de la isla seguían abriendo fuego. Juan José descargó su arma, inútilmente, contra el origen de los disparos. Era evidente que quién estaba haciendo fuego, lo hacía con un rifle y desde una distancia considerable.

Arrastramos como pudimos a Amoedo hasta el bote, los impactos sonaban muy cerca de nosotros. Toño cayó también en la refriega, una bala le atravesó de lado a lado la espalda, mientras intentaba recoger las valiosas latas de gasolina.

Hasta que nos subimos de nuevo al barco aquel hijo de puta no dejó de balearnos.

Amoedo y su mujer se abrazaron en la cubierta del barco, empapados en lágrimas. Su hijo yacía muerto en el muelle de Ons y no podían ni enterrarlo. Fue duro, muy duro.

A continuación del muelle sigue un estrecho camino que conduce a la aldea donde vivían la mayoría de los habitantes de la isla. Hay una docena de casas y era evidente, que desde alguna de aquellas ventanas habían abatido a Jorge y a Toño.

(funcionario) ¿ Quién disparaba?

No había que ser demasiado inteligente para darse cuenta de lo sucedido.

La infección llegó a la Isla pero, gracias a su aislamiento y su escasa población, pudieron controlarla. Más tarde, en los primeros barcos que llegaron con refugiados, quizás familiares o amigos de poblaciones cercanas, había infectados todavía vivos. Los habitantes de la isla, como método de cuarentena se limitaron a encadenar a todo aquel que llegaba a la isla a pesadas losas de piedra. Después, los que no se convertían eran liberados y los que se convertían se quedaron allí, atados.



Imagino que al principio lo hacían por ser incapaces de acabar con ellos, luego se dieron cuenta de que tener la costa de la isla plagada de podridos era un método excelente para mantener a los demás refugiados alejados. Por ello, corrió la noticia de que la isla estaba infectada.


Aquellas personas seguramente escucharon lo ocurrido en Tambo, de ahí su hostilidad ante cualquiera que llegase de tierra firme.

(funcionario) : ¿Cómo consiguieron entonces asentarse en la isla?

Digamos que hubo que convencerlos….

(funcionario) Ok, mañana me lo cuenta… se nos acabó el tiempo.
De acuerdo hasta mañana.


En Tenerife 02/04/0012

domingo, 29 de julio de 2007

10ª PARTE

10º PARTE



Continuación de la comparecencia del superviviente 95.628

Se transcribe:

(funcionario) ¿Cómo decidieron dirigirse a la isla de Ons?

Esperábamos que aquella pesadilla terminara, que el gobierno acabase con ellos, o simplemente, que los no muertos terminasen....no se… ¿muriendo?. Ahora sabemos que pueden durar casi eternamente, pero en aquel momento.. no teníamos ni idea… de nada.


Después de diez días fondeados en Sanxenxo, nuestra situación era desesperada, el gas-oil escaseaba, y mover los barcos de allí sin un lugar seguro al que ir… una locura.


Cada día me despertaba en aquel velero y encendía la radio marítima. Esperaba fervientemente escuchar buenas noticias, pero cada día, la cosa iba de mal en peor. Recuerdo escuchar noticias de la caída de puntos seguros de grandes ciudades, Valencia, Coruña, Valladolid.. y las cosas en Vigo estaban mal, muy mal.


La fragata de guerra, donde se habían refugiado los altos mandos militares y autoridades civiles, había levado anclas durante la noche abandonando Vigo a su suerte. Entonces supe que era cuestión de tiempo, nada más, Vigo estaba descartado.


Nos reuníamos diariamente en el barco de Amoedo, discutíamos nuestras opciones o simplemente pasábamos el tiempo observando el deambular monótono de aquellos ex-humanos.


Aún me pregunto hasta que punto conservan su humanidad, puesto que, aunque es evidente que carecen de cualquier atisbo de raciocinio, no se lanzaban al agua con intención de alcanzarnos. Están sometidos a esa…no se como definirlo.. ¿enfermedad? Pero sus sentidos no están ni mucho menos muertos, es evidente que escuchan perfectamente y son capaces de acelerar sus movimientos cuando tienen cerca una presa que destripar… es simplemente…. demencial.


(funcionario) sigamos en Sanxenxo…por favor…


Si claro…Amoedo tiene dos hijos. Hugo y Jorge, el mayor de ellos, a sus veinte años, se capitaneaba del barco del pijo fallecido. Cuidaba de la viuda y sus dos pequeños con esmero, un chaval grande y noble, quizás algo tímido. En nuestras reuniones se limitaba a estar callado, con una taza de café en las manos, mirando a través del ojo de buey, la silueta de la costa gallega.


Un día, en una de nuestras reuniones, Sergio y Toño disertaban sobre el tiempo que podríamos aguantar en aquella situación. Jorge, sin apartar la mirada de la taza de café, espetó: “Tenemos que ir a Ons”.


Descarté Ons desde los primeros días de la infección. Por radio, se había avisado insistentemente de que esa isla estaba plagada de no muertos. Conocía la ínsula muy bien, era una excursión obligada en la época veraniega. Un pequeño trasbordador realizaba la ruta entre los distintos puertos de la Ría y Ons, sus excelentes playas y buena comida, la tenían plagada de turistas todo el verano.


Está a dos millas de Sanxenxo, mar adentro. Es una isla mucho más grande que Tambo, unos seis kilómetros de largo y un par a lo ancho. Antes de la infección, tenía una población en invierno de unas cuarenta personas, descendientes de los antiguos trabajadores de la fábrica de salazón de los años cincuenta que allí se encontraba.


Amoedo y su hijo se enfrascaron en una discusión, por supuesto la mayoría nos negábamos en un primer momento, pero los argumentos de Jorge eran aplastantes. Era una cuestión matemática, aquella isla no podía tener más de cincuenta o sesenta podridos, la población total más los que hubiesen podido llegar en los primeros días. Como la infección, según habíamos escuchado por la radio, había llegado muy rápido ese debía ser el número total de infectados.


Por otro lado, el arma principal de esos cabrones es su número. Todos habíamos visto como se comportaban, acudían en masa cuando sentían la presencia humana. El plan, según Jorge, era “sencillo”, iríamos a la isla y la limpiaríamos de fétidos.

(funcionario) ¿Y fue Sencillo?

Para nada.

Enfrentarse con los pútridos es siempre una mala idea y no lo hubiésemos siquiera barajado sino estuviésemos tan desesperados. Jorge nos convenció a todos, incluido Amoedo, que convertir aquella isla en nuestro propio punto seguro era la única opción que teníamos de sobrevivir.


Levamos anclas al día siguiente.


Pusimos rumbo a la isla, según me acercaba y se iba haciendo cada vez más grande en nuestra perspectiva, me parecía peor idea lo de meterse allí dentro.. pero era nuestra única salida, supongo.


Ons tiene un muelle de piedra bastante grande y en él, se encontraban amarrados seis o siete barcos. A cada lado del muelle, se extienden dos enormes playas. En ellas, vi al primero..…lo delataron... a lo lejos, su andar cansado y su movimientos espasmódicos. En el muelle había otros dos y quizá tres o cuatro en la otra playa.


Fondeamos a unas decenas de metros de la costa y preparamos todo el material según habíamos planeado. La idea, básicamente, consistía crear una barricada en el muelle con los múltiples restos de embarcaciones y de aparejos que había. Juan José nos cubriría con su arma mientras tuviese munición, luego, nos parapetaríamos detrás de la barricada en espera de que se juntase el mayor número posible de cabrones. En el momento que no aguantásemos más, prenderíamos la gasolina que previamente habríamos derramado en el suelo, al otro lado de la barricada. El plan era deshacerse del mayor número de fétidos de una sola vez, el resto habría que cazarlos “a mano”.

(funcionario) ¿ Y que fue lo que salió mal ?

¿Qué salió mal? Las cosas en la isla no eran ni mucho menos como nos habíamos imaginado….

(funcionario) Se nos acabó el tiempo …hasta mañana

hasta mañana


Conste y certifico.

En Tenerife 01/04/0012

viernes, 27 de julio de 2007

9ª PARTE

9º PARTE


Continuación de la comparecencia del superviviente 95.628

Se transcribe:

Mientras nuestros invitados forzosos se recuperaban, en la cubierta del velero de lo agitado de su huida, observamos lo que ocurría con los otros ocupantes del autobús.

Los, ya cientos, de apestosos que rodeaban el vehículo, lo golpeaban y zarandeaban sin descanso. Algunos de ellos, incluso eran capaces de trepar, por encima de los demás, agarrando los pies de los vivos que aguantaban. Otros se habían introducido dentro del bus, y sus putrefactas zarpas asomaban, a través de las salidas de emergencia.


Los desafortunados que quedaban en aquel techo, estaban sentenciados, repelían a tiros a los no muertos que conseguían acercarse más. Uno de aquellos infelices, fue derribado y arrastrado al mar de fauces y garras, siendo despedazado en décimas de segundo, como si de una inmensa trituradora humana se tratase.



Supongo que los demás tomaron la decisión al ver lo que había pasado con su compañero, suicidándose uno a uno. Un fogonazo de pólvora, fue la única vía de escape al averno pandémico en que se ha convertido nuestra existencia.


Los dos que aún quedaban en lo alto del tejado, tardaron un poco más, pero tomaron la misma decisión que el resto.



Abatidos, guardamos silencio un par de horas. Después, tuvimos una larga charla… Juan José, que era el que nos había encañonado, Carla y Toño, resultaron ser supervivientes del punto seguro de Pontevedra y nos contaron como había caído la ciudad.



En el este y norte de la ciudad la defensa fue relativamente sencilla. El Río Lérez proporcionaba una barrera natural contra los no muertos, pero el resto de la ciudad era otra historia, con calles estrechas y un gran arco de territorio para defender... la cosa se complicó mucho.


Se usó de todo para formar barricadas, una y otra vez se rechazaron oleadas de fétidos, que acudían sistemáticamente a la llamada de la carne viva.


Nos contaron, como comenzaron haciendo controles a los refugiados, que constantemente, acudían al punto seguro. Pero eran tantos miles, que pronto se volvió totalmente imposible establecer protocolos de cuarentena. Comenzaron a tener tantos casos de infección dentro, que tenían que utilizar la mitad de las fuerzas de seguridad en el control interno del punto seguro. Pronto, el abastecimiento se colapsó, escaseando la munición para mantener a raya a los apestosos, las raciones no llegaban y los que tenían comida la guardaban como oro en paño y los que no la tenían, llegaban a matar para conseguirla.


En contra de lo que habían dicho en un principio, aquello no fue una situación temporal de unos días y las informaciones que llegaban de otros puntos seguros, era igual o peor.


El mando militar decidió, entonces, replegarse a Vigo, concentrando allí las defensas. A pesar de que se dijo que se evacuarían, en vehículos militares, a las mujeres y niños, los sobornos y las influencias hicieron aparición. Los problemas de orden público fueron en aumento, llegando incluso, a linchamientos. Los militares invitaron a todo aquel que pudiese hacerse con algún transporte a seguirles hasta Vigo, en una improvisada caravana. Tan mal organizada, que lo que se consiguió fue crear un monumental atasco, una línea de varios kilómetros de coches, totalmente indefendible en su longitud. Según nos contaron, aquella caravana fue una auténtica masacre.



Nuestros nuevos amigos habían conseguido subirse a un autobús, que durante todo aquel tiempo había servido de barricada. Juan josé y Toño formaban parte del cuerpo de policía local, y habían estado defendiendo el puente sobre el Lérez del Burgo. Cuando les llegaron noticias de que la salida hacia Vigo estaba colapsada y la gente se estaba matando por hacerse con un barco en el embarcadero fluvial, decidieron hacerse con el autobús e intentar llegar a Sanxenxo por tierra. Toño, vivía en Sanxenxo y sabía que habían quedado muchos barcos abandonados, en ellos, tenían pensado llegar hasta Vigo.


Se pasaron toda la noche abriéndose paso en la carretera. Durante el viaja se encontraron con muchos accidentes, cada vez que tenían que bajarse del autobús para despejar la carretera perdían a varios compañeros. Esos engendros les salían al paso en cualquier sitio. Tardaron toda la noche en un recorrido de apenas treinta minutos.


Hasta que llegaron al puerto…allí como ya sabemos, fue incluso peor. Según me contaron, de casi cuarenta personas que habían salido de Pontevedra en aquel cacharro, solo quedaban ellos tres.


(funcionario): ¿no les recriminaron por no intentar ayudarles desde un principio?


No, durante la conversación con ellos todos nos relajamos mucho, inmediatamente bajaron su arma. También ellos corrieron por su vida en lugar de ayudar a sus amigos.. las cosas estaban así de crudas, no era nuestra culpa solo era superviviencia.


Entre todos, decidimos que ellos se quedarían con uno de los barcos que habíamos sacado del muelle, el otro me lo quedé yo. Repartimos, entre todos, los suministros que habíamos logrado rapiñar.


Nuestros nuevos amigos dudaron en un principio entre dirigirse a Vigo o quedarse con nosotros. Al final, como tenían víveres, optaron por no enfrentarse al mar abierto y quedarse con nosotros. Supongo, que al igual que nosotros, habían perdido la confianza en los puntos seguros después de la matanza de Pontevedra.


(funcionario) ¿No regresaron para buscar más víveres?


Fondeamos a pocos metros de la boca de la dársena, durante diez días más, esperando nuestra oportunidad de regresar a tierra en busca de más víveres, pero aquellas alimañas nos olían en la distancia y no se alejaban del puerto.


Por la radio, escuchamos que en Vigo las cosas se estaban poniendo feas, ya se había dado el aviso de que no se admitían más refugiados e informaban sobre disturbios constantes. Nos dimos cuenta, entonces, que había sido una buena idea no dirigirse allí. Pero también teníamos claro, que algo teníamos que hacer…y lo hicimos…claro que lo hicimos.

(funcionario) Se nos acabó el tiempo …hasta mañana

hasta mañana.
Conste y certifico.

En Tenerife 31/03/0012