EN EL METRO
por Alex Gómez
Ahora, sentado en el vagón, me doy cuenta de que no ha sido buena idea usar el metro esta mañana.
El hombre que está sentado delante de mí, tiene cerca de cincuenta años. Lleva puesta una gorra negra y una cazadora de aviador con piel vuelta. Como la mayoría de los ocupantes del vagón porta una pequeña mochila. Lo suficientemente pequeña para no retrasarle en su huída y lo suficientemente grande para llevar sus objetos más valiosos. Probablemente joyas y el dinero que haya podido reunir.
Está solo, al menos en los veinte minutos que llevamos de trayecto, no ha hablado con nadie. Está abrazado a la pequeña mochila amarilla. Creo que se está quedando dormido, ya que ha ido reclinando su cabeza lentamente hacia atrás.
Hace un calor infernal. El convoy se ha detenido entre dos estaciones. Por megafonía, el conductor del convoy ha anunciado lacónicamente que el motivo de la parada es debido a un problema técnico y habrá que esperar unos minutos.
Sin embargo, con el vagón atestado y sin recirculación de aire, la espera se está haciendo eterna.
El pánico a la infección ha terminado de cundir entre la población. A pesar de los esfuerzos del gobierno por ocultarlo, la realidad tiene la insana costumbre de hacerse patente, tarde o temprano.
Comenzó hace unas semanas. Al principio sólo eran rumores, noticias aisladas en internet y programas sensacionalistas, pero se ha convertido en una pandemia de proporciones desconocidas.
La infección, el temor irracional codificado en nuestros genes a los muertos vivientes, ha resultado ser una horrosa e implacable realidad.
Quién sabe si su origen está en el principio de los tiempos o en un perdido laboratorio. La realidad es que se ha extendido por todo el planeta. Alimentadose de la masificación en las grandes ciudades y de la facilidad para desplazarnos de un extremo al otro del mundo. Trasladando así la enfermedad.
Las noticias de muertos vivientes eran tan inverosímiles, que en un principio yo mismo no las creí. Hasta que, hace apenas unos días, pude ver con mis propios ojos como una mujer atacaba a mordiscos a los clientes de un supermercado. Y como, posteriormente, una de sus víctimas, moría y se reanimaba ante nuestros ojos. El ejército llegó poco después, acabando con la mujer y con los afectados por sus mordeduras.
Pero los incidentes se multiplicaron por toda la ciudad, por todo el país quizá, de tal manera que la situación se ha escapado a cualquier control.
En los últimos días, la presencia de las fuerzas de seguridad se ha quedado reducida a los lugares estratégicos, como hospitales, grandes superficies o las estaciones de ferrocarril y metro. Y por supuesto el aeropuerto, a donde me dirijo.
Al encender la radio a primera hora de la mañana, informaron de que las autopistas para salir de la ciudad se han colapsado esta noche. En todos los medios de comunicación aconsejaban quedarse en casa a la espera de que la situación se normalice. Pero tengo la convicción de que, sea lo que sea lo que esté pasando, no hará más que empeorar. Por ello, decidí coger el metro hasta el aeropuerto y escapar de Madrid.
Vuelvo a fijar mi atención en el hombre sentado enfrente de mí. Su cabeza sigue reclinada y su gorra no me deja ver sus ojos. Me concentro en su garganta, en su pecho; cuento en mi interior los segundos que transcurren entre cada inspiración y expiración.
Es posible que el hombre de la gorra esté profundamente dormido, pero cada vez transcurren más segundos entre cada una de sus exhalaciones.
Recorro detalladamente con la vista las ropas del hombre. Mis temores se confirman cuando descubro, horrorizado, como un pequeño hilo de sangre, parcialmente coagulada, está resbalando lentamente por la bota del hombre. Probablemente, debajo de su pantalón, hay un vendaje que oculta una herida. Una herida oculta sólo indica una cosa, un mordisco.
Puedo ver a través de la ventanilla la lejana claridad que indica la salida del túnel, la estación del aeropuerto está cerca. Una vez que la máquina se ponga de nuevo en marcha tardaremos muy poco en llegar.
La garganta del hombre de la gorra ya está inmóvil y creo distinguir como ha adquirido un color ligeramente azulado.
Me fijo en la mujer joven que está sentada a la derecha del hombre de la gorra. Se encuentra demasiado ocupada intentando calmar el llanto desconsolado de su bebé, como para caer en la cuenta de que el viajero de su lado ha dejado ya de respirar.
Por unos segundos dudo si avisarla, llegando a elevar la mano y carraspear, humedeciendo mi garganta seca por el pánico. Pero recapacito. Casi no tengo espacio para moverme y el ruido en el vagón hace imposible poder avisarla sin gritar. Y eso, evidentemente, alertaría a todo el pasaje. ¿Y luego, qué? ¿pánico generalizado? ¿una avalancha?.
No, rectifico y decido no avisar. Bajo la cabeza avergonzado ante mi mismo por mi cobardía, pero pronto podremos salir. Rezo para que el hombre de la gorra se mantenga muerto unos minutos más. Cuando salgamos avisaré a los guardias, ellos sabrán que hacer con él.
No soporto la tensión de la espera. Me levanto de mi asiento deseando llegar a las puertas para ser el primero en abandonar este horno. Empujo a un señor cargado con una pesada maleta de piel y consigo hacerme un hueco hasta la puerta. Ya falta poco, pronto estaré a salvo.
Por fin, la megafonía del vagón se activa con su chasquido característico. Me muerdo el labio inferior y aprieto con fuerza los puños mientras espero oír que el problema técnico se ha solucionado y que pronto llegaremos a la próxima estación.
En vez de eso, sólo unos largos segundos de silencio. El vagón entero parece haberse congelado en el tiempo, ni un sonido, ni un murmullo, hasta el bebé ha dejado de llorar. Tengo la sensación de que los viajeros del vagón llevamos congelados en el tiempo y en la misma postura, muchos miles de años, como un vetusto bosque de árboles pétreos. Pero un farfulleo gutural, ronco y brusco surge de la megafonía en el lugar de la voz del maquinista, sacándonos del trance.
Antes incluso de asimilar que el conductor del tren ha dejado de ser humano, mi mirada incrédula se cruza con la del hombre de la pesada maleta de piel, como buscando un compañero con el que confirmar el horror que estoy sintiendo. Y ambos, a coro, comenzamos a gritar y a retorcernos buscando una desesperada salida del vagón.
A través del reflejo en la ventanilla, un último vistazo al hombre de la gorra. Su garganta y cara ya son de un color totalmente azul y están surcadas de las mismas gruesas venas color cían, que recuerdo adornaban la piel de aquella mujer del supermercado.
Mis temores se confirman y sus manos comienzan a temblar, seguidas por sus piernas y su cabeza. De su nariz, ojos y oídos rezuma un líquido negruzco y viscoso. Puedo ver como sus dedos se tensan y agarrotan, a la vez que su mandíbula se desencaja en un gesto pavoroso.
La mujer del bebé ya se ha dado cuenta de que el averno está despertando a su vera, al igual que los viajeros más cercanos a ellos. Provocando, como había intuido, un intento generalizado de alejarse del infectado. Aprisionándome todavía más contra la puerta del vagón.
Casi no puedo respirar ni moverme. Intento introducir mis dedos entre la rendija que existe entre las puertas automáticas del vagón. Otros viajeros se me unen en el fútil intento por vencer el mecanismo y abrir las puertas.
A mi espalda, un bufido cavernoso y atávico me congela el espinazo. El hombre de la gorra ya se ha abalanzado sobre algún pasajero, tan cerca de mí, que puedo sentir el crujido que producen sus dientes al rasgar la piel y tronzar los músculos de su víctima. El olor de la sangre chispea en mi nariz.
Me invade una desasosegante sensación de alivio al saber que el hombre de la gorra estará entretenido unos segundos. Quizá los suficientes.
Alguien tiene la serenidad suficiente para activar el mecanismo de emergencia y las puertas se abren. Mi vista aún no se ha acostumbrado a la oscuridad y tengo la certeza de estar cayendo a un pozo sin fondo, pero nada enturbia mi entusiasmo por haber salido del vagón.
Decenas de personas caen en cascada a la vía detrás de mí, formando una pequeña pirámide humana. La presión de la multitud me ha catapultado lo suficientemente lejos para salvarme de morir aplastado. Caigo sobre un suelo pedregoso y cubierto de una gruesa capa de hollín. Me incorporo y percibo lamentos del resto de viajeros. Algunos se han fracturado huesos y suplican auxilio desde el suelo. Otros emiten maldiciones y gemidos pero se ponen en pie como resortes accionados por el pánico. Casi todos se afanan en poner tierra de por medio en las dos únicas direcciones posibles.
La mayoría huye hacia la lejana claridad de la estación de Barajas. Pero otros, los menos sin duda, corren en la dirección opuesta, hacia el interior de la galería. Se adentran en la más profunda negrura sin mirar atrás. Quizá ellos son conscientes de algo que los demás ignoramos.
Una vez en pie, me tomo una fracción de segundo. Me vuelvo y observo como el vagón que hasta hace unos segundos era mi salvación se ha convertido en el mísmisimo infierno. A través de la puerta desde la que he caído, puedo ver como el hombre de la gorra se está dando un festín con las entrañas de la mujer del bebé.
La sangre baña el suelo del vagón y el hombre de la gorra, arrodillado, trocea con sus manos y dientes pedazos de la joven. Mastica ávido jirones de carne mientras mira a su alrededor buscando sin duda su próxima presa. Observo la escena como si me encontrase en un cine un domingo por la tarde. El iluminado vagón ejerce a modo de pantalla mientras, en mi delirio, opino que tanto el hombre de la gorra como la mujer están interpretando un gran papel.
No hay rastro del bebé, espero que algún alma caritativa se lo haya llevado consigo para ponerlo a salvo, pero intuyo que es poco probable.
Un hombre tropieza conmigo en su carrera por dejar atrás este horror y le sigo sin pensar. Al fondo, la claridad, la estación del Aeropuerto.
Mis piernas han decidido tomar la iniciativa y se mueven a una velocidad inaudita, pronto adelanto a los viajeros que me llevaban ventaja y me sitúo en cabeza de esta huida en la tiniebla.
La claridad del final del túnel se hace poco a poco más y más grande. Mis ojos, que ya se han acostumbrado a la oscuridad, se quejan por el nuevo cambio.
Gritos de terror me persiguen y rebotan en las paredes del túnel. Tengo la certeza de que el hombre de la gorra ya ha salido fuera de tren y de que no está solo. No paro de correr.
La cada vez más cercana claridad de la estación me deslumbra, pero acierto a distinguir en el andén de Barajas a varias personas. Estoy agotado pero aún así no paro de gritar, pidiendo su ayuda, llamo como puedo su atención.
A pesar de la molesta luminosidad puedo ver que están uniformadas. La sensación de seguridad que ello me da, me hace bajar la guardia y por un momento casi me detengo. Pero, la visión del hombre de la gorra masticando carne humana vuelve a mí mente y acelero nuevamente, más rápido aún si cabe.
Los militares de la estación se han percatado de nuestra presencia y se dirigen hacia nosotros. En los últimos metros de carrera intento articular algún tipo de explicación sobre lo ocurrido pero tan solo tengo fuerzas para caer extenuado a pocos metros del primero de ellos.
Puedo ver como este acelera el paso y se me acerca extendiendo sus brazos. Feliz por sentirme a salvo al fin, levanto la vista e intento recibir con una sonrisa a mi salvador. Hasta que con horror, acierto a distinguir en su azulado rostro unas gruesas venas de color cián.
Definitivamente, no ha sido una buena idea coger el Metro esta mañana.